9- 1963 Domingueros

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100,00 €

Acuarela:

lámina (26x36 cm)

 

"La Revolución Silenciosa del Ocio en la España de los Sesenta"

¿Fuiste o te llevaron a los pinos de Oromana o a la Higuerita? ¿Llevábabais el transitor para escuchar el Carrusel?

En la baca del seita, no faltaba ni el canasto de mimbre con filetes empanados y tortillas, las neveras para el tinto, las caseras y el picadillo, la sandia para meter en el agua que hubiera y el termo del café...

Durante los años sesenta, España vivió una transformación social silenciosa pero profundamente reveladora: el auge del “dominguero”. Este fenómeno, que para muchos se resumía en familias cargadas con neveras, tortillas de patatas y sombrillas en coches SEAT 600, simbolizó en realidad una incipiente conquista de la clase media del derecho al ocio y a la movilidad. En una España aún bajo el yugo franquista, los domingos se convirtieron en una ventana de libertad.

Un coche, una tortilla y la carretera

El desarrollo económico que comenzó a perfilarse con el llamado “milagro español” dio lugar a un tímido pero creciente bienestar. Con la mejora de los salarios y la expansión de la industria automovilística —gracias al SEAT 600 y al Renault Dauphine— miles de familias españolas accedieron por primera vez a un coche propio. Esto no solo cambió la forma de moverse, sino también la forma de vivir el tiempo libre.

El domingo se convirtió en el día esperado: el día de cargar el coche con comida, niños, suegros y hasta el canario, rumbo a la playa, al campo o a algún pantano cercano. La escena se repetía como un ritual en toda la geografía: largas caravanas por carreteras nacionales, mesas plegables en los pinares, y baños improvisados en pantanos aún sin vigilancia.

El ocio como expresión de cambio

Ser dominguero no era solo una costumbre: era una forma de reivindicar un espacio en la modernidad. La jornada dominical al aire libre suponía un respiro frente a las normas rígidas del régimen. Aunque no había libertad política, había una creciente voluntad de vivir mejor, aunque fuese solo durante unas horas.

Para muchas familias obreras, aquel viaje semanal era la única oportunidad de escapar del hacinamiento de los barrios periféricos. Se trataba de una forma de turismo popular, precario pero cargado de ilusión, donde no faltaban la radio con canciones de Karina o Raphael, el café en termos y las sombrillas de rayas.

Críticas, tópicos y realidades

No todos veían con buenos ojos a los domingueros. Desde ciertos sectores de clase alta o intelectual, el fenómeno era objeto de burla: sinónimo de mal gusto, de ruido, de atascos interminables y de invasión de espacios naturales. Las caricaturas de la época mostraban a familias sudorosas, cargadas hasta el techo, con el padre en camiseta de tirantes y la suegra criticando por el retrovisor.

Sin embargo, detrás del estereotipo, había un país en transformación. España salía de su ensimismamiento rural y comenzaba a soñar con las vacaciones, el coche familiar y la movilidad. El fenómeno de los domingueros anticipó en cierta forma el boom turístico y el desarrollo del turismo interior en las décadas siguientes.

Legado de un ritual popular

Hoy, medio siglo después, el término “dominguero” sigue existiendo, aunque a menudo con connotaciones peyorativas. Sin embargo, en los años sesenta, fue símbolo de progreso. En un tiempo en que viajar era un lujo y descansar un privilegio, los domingueros rompieron barreras y democratizaron, a su manera, el acceso al ocio.

En cada tortilla de patatas envuelta en papel de aluminio, en cada bañador tendido al sol sobre la ventanilla de un 600, latía el anhelo de una España más libre, más abierta y, sobre todo, más feliz.

El gran Ibáñez los retrataba no muy bien en sus historietas de Mortadelo y Filemón, llamándoles roba peras...

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